El contraste de la Monarquía Hispánica

Inicio esta narración con el afán de analizar y destacar a grandes rasgos la dinámica y las particularidades de Castilla y la Corona de Aragón entorno la Monarquía Hispánica en el siglo XV. En su elaboración he huido de los tópicos que pueden generarse con la utilización tanto de la bibliografía castellana como catalana; más que nada, para evitar interpretaciones de aquellos que se atribuyen potestades y de las que intentan minimizar el papel histórico del otro. Para ello, he utilizado la bibliografía de los grandes hispanistas anglosajones como John Elliott o Raymond Carr, donde a mi entender, la objetividad y el rigor documental de los archivos que han utilizado demarcan un escenario histórico mucho más acorde a la realidad del siglo XV que huye del presentismo político y del envenenamiento histórico actual.

Para muchos, el año 1469 ha sido interpretado como el año en que apareció en Europa una nueva realidad histórica: España. Es preciso decir que esta denominación es errónea o simplemente partidista, donde en cuyo año se procedió a las bodas de Isabel Castilla y Fernando de Aragón, pero no cuajó ni se planteó ningún proyecto de unificación territorial. La unión de las dos Coronas construyó una nueva monarquía que tuvo una visión dinástica sobre la vieja Hispania teniendo como objetivo la conquista cristiana de toda la península. Y es de obligatoria mención señalar que aunque la unión monárquica fue efectiva en dicho año, tanto Castilla como la Corona de Aragón, fueron reinos totalmente diferenciados con tradiciones políticas que siguieron su curso particular. 

La Monarquía Hispánica en el siglo XVI


Castilla fue un reino que había vivido durante varios siglos en un territorio propio bajo el espíritu de cruzada y de reinstauración contra el enemigo islámico. Su imaginario, entre el mundo militar y el mundo religioso, se hallaba entre aquellos que luchaban contra el reino de Granada y entre aquellos que les rezaban. Aun así, aquella Castilla comenzó a experimentar el crecimiento urbano con las vistas de expansión puestas en una Andalucía en auge, donde el crecimiento económico a través de la producción de lana y la reciprocidad comercial con Flandes y los territorios nórdicos, facilitaban la riqueza del reino; o como lo llamamos hoy en día, el crecimiento económico.

Desafortunadamente, la Corona de Aragón no estaba situada en el mismo ritmo histórico que experimentaba Castilla en el siglo XV. La Corona, una federación de territorios formada por Aragón, Cataluña y el reino de Valencia, con el peso político establecido en la ciudad condal en los siglos XII y XIII y Valencia en el XV, había sido en los siglos XIII y  XIV, uno de los estados más potentes de Europa cuyo ratio de conquista y asimilación territorial del imperio aragonés alcanzó gran parte del Mediterráneo llegando hasta la zona de Atenas. El declive de la Corona ya en el siglo XV no solo debe achacarse al cambio de dinastía en 1410 por los Trastámara, sino que responde a una crisis estructural mucho más compleja. Nuevos estudios han referido que las tensiones del siglo XIV menguaron el poder económico de la Corona: el comercio de paños en Nápoles, Sícilia y el Mediterráneo en general se vieron alterados, incluso paralizado por la guerra, la piratería y la competencia extranjera. La base agraria, especialmente la catalana, se vio gravemente afectada por las altas mortandades que causó la peste. Y la oposición de los campesinos y el rey contra la oligarquía mercantil que controlaba las instituciones del Principado catalán, lanzó al territorio a una guerra civil sin precedentes menguando el potencial de la Corona. Por lo tanto, Castilla y la Corona de Aragón lograban la unión dinástica en un claro marco de desigualdad, donde Castilla iba floreciendo como un reino potente gracias al mercado lanero y a la expansión en Andalucía, mientras la Corona de Aragón aguantaba su base económica en una lenta recuperación entre tensiones sociales.

La unión de estos dos socios desiguales mostró grandes diferencias entre ellos mediante el dibujo de sus tradiciones políticas y sus respectivas instituciones. Tanto Castilla como la Corona de Aragón tenían Cortes desde la Edad Media, pero las castellanas se caracterizaban por la carencia de poder legislativo siendo bastante débiles frente al poder enérgico de su monarca, y en cambio, Valencia, Cataluña y Aragón tenían sus propias Cortes y compartían el poder legislativo con el monarca, caracterizándose en leyes e instituciones propias respaldadas por el poder real y procedentes de una larga tradición anterior. Este era uno de los principales contrastes que diferenciaban a catalanes, aragoneses y valencianos de los castellanos. Tras la unión de Fernando e Isabel, unión puramente dinástica, no hubo plan alguno para asemejar dicho contraste en un proyecto unificador. Se mantuvieron los respectivos privilegios de cada territorio, siguieron las barreras aduaneras y se mantuvieron las respectivas monedas de cada reino como recuerdo de que la unión real distaba muy lejos de ser la fusión de dos pueblos en la península. 



El cuerpo de poder de la Monarquía Hispánica respondía a que el rey tenía plenos poderes en el reino de Castilla pero en Cataluña, Valencia y Aragón quedaba potencialmente muy limitado, sumándose además la libertad política de los territorios mediterráneos de la federación de territorios de la Corona de Aragón. Entre 1555-1559, con un joven Felipe II partiendo de Flandes para instalarse en Madrid como centro capital de la monarquía y de sus posesiones, comenzaron las tensiones con los organismos de poder de Aragón, Valencia y Cataluña: el monarca creó en los territorios itálicos el Consejo de Italia retirando las competencias administrativas que tenía el Consejo de Aragón, posesiones tradicionalmente de la Corona de Aragón. A ello, hay que tener en cuenta ya en la óptica de todo el siglo XVI y XVII, las ausencias del monarca hispánico en los territorios de la Corona, donde sus visitas, cada cinco o diez años, incluso llegaron a ser veinte, servían oficialmente para mostrar las lealtades al poder real por parte de los Consejos del territorio aragonés, pero con el paso de los años y las tensiones acumuladas, el monarca y su valido encontraban constantes reproches respecto a los privilegios no respetados y listas de agravios interminables que dificultaban la autoridad real en territorios tan singulares. Esta situación, que acabó agravándose en el siglo XVII durante los reinos de Felipe III y Felipe IV, presentó ser uno de los elementos clave, junto a otros de carácter estructural, para comprender la decadencia de la Monarquía Hispánica durante dicho período. 

La Monarquía Hispánica fue un híbrido real que en sus inicios aglutinó a territorios que presentaban contrastes diferentes y dinámicas particulares. Las tensiones de la centuria anterior condicionó claramente el ritmo histórico de cada territorio, favoreciendo aquella que menos agravios sufrió y mejores condiciones reunió. Aun así, este inicio disparatado, presentó dos modelos de poder que en el nacimiento de la unión real decidieron no alterar el statu quo, aunque el avance de la monarquía tras la conquista del continente americano y la coyuntura europea, dispuso las condiciones óptimas para detentar "ataques" contra los organismos autónomos de Aragón y cristalizar así para el beneficio del reino de Castilla y de la monarquía la eficiencia administrativa y el control de las posesiones del Mediterráneo, especialmente las italianas. 






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